Un hombre muerto, en estado de descomposición, retorna a la vida otra vez. Una persona que había comenzado a orar tranquila debajo de un árbol, comienza a levitar. En el momento de la consagración del pan, en la Eucaristía, éste se convierte en carne. Un monja que padecía del mal de Parkinson ve desaparecer sus síntomas milagrosamente. Marie Bayllie, enferma que tenía peritonitis tuberculosa en último grado, ve descender su voluminoso abdomen instantáneamente a su volumen normal.
Todas estas cosas son difíciles de creer, ¿no? Los milagros, como los conocemos, son difíciles de aceptar. No importa si el médico dice “esto es científicamente inexplicable” (lo dicen…), no lo creemos, porque no lo vimos. No importa si Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina, declara que una curación no tiene explicación científica (este señor se convirtió al catolicismo tras presenciar un milagro. Murió católico). Tampoco interesa que el doctor Leuret, Jefe de la Oficina Médica de Lourdes haya publicado un libro, traducido al español por la Editorial FAX titulado Curaciones milagrosas modernas, donde se narran varios casos con los nombres de los enfermos, reproducciones de las radiografías, etc, y las firmas de los médicos que certifican las curaciones inexplicables desde el punto de vista científico.
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