Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos humanos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dispares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. La llanura está atestada de un sinfín de obras en las que se desarrolla un febril trabajo. En un determinado momento llega un hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y, llegado un punto, grita: “¡Parad!”. Poco a poco, empezando por los que se hallan más cerca, todos van suspendiendo el trabajo y le miran. Él dice: “Sois grandes, y nobles; vuestro esfuerzo es sublime, pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que una vuestra tierra con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el destino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el destino”.
Intentemos imaginar la reacción de toda esa gente ante semejantes afirmaciones. En primer lugar los arquitectos, los maestros de obra, los mejores oficiales institivamente se encontrarán diciendo a sus obreros: “No detengáis el trabajo; ánimo, volvamos a la obra. ¿No os dais cuenta de que este hombre es un loco?”. “Cierto, está loco”, respondería como eco la gente. “Se ve que está loco”, comentarían reemprendiendo el trabajo según la orden de sus jefes. Solamente algunos no apartan de él la mirada, están hondamente impresionados; no obedecen como la masa a sus jefes, se acercan a él y le siguen.
Bien, esta forma fantástica resume lo que ha sucedido en la historia, lo que sucede en la historia todavía.
(extraído de “Los orígenes de la pretensión cristiana”, de Luigi Giussani).
Esta historia parece una locura: el misterio, el destino, eso que universalmente las religiones han llamado “Dios”, habría entrado en el tiempo, en nuestro tiempo, en nuestra historia, y nos habría hablado en términos comprensibles.
En este punto, al encontrarnos ante semejante hipótesis, es donde vemos de qué está hecha nuestra razón. Nos podemos hacer dos tipos de preguntas. La primera es: “¿es razonable que esto haya pasado, es decir, que Dios haya intervenido?”. La segunda pregunta es: “¿es verdad que esto ha sucedido?”. Son dos posturas totalmente distintas. La primera considera a la razón como la medida de todas las cosas. Para la segunda postura la razón es una ventana abierta a toda la realidad.