Esta semana fui al médico. La última vez que nos vimos, me contó que se iría de vacaciones, así que, no bien llegué, le pregunté cómo le había ido. «No me quería volver», me dijo entre risas. Igual que un amigo. La última vez que nos vimos, me comentó de la «angustia» de volver de las vacaciones. Y lo mismo me pasa a veces, también en estos fines de semana largos.
Más allá de las respuestas estándares que todos damos («¿Cómo andás?», «Muy bien»; «¿Qué tal el finde?», «Tranqui»; «¿Qué tal tu día?», «Laburando como loco»; etc.), me parece que sería ingenuo no ver que, a veces, hay algo más detrás de ellas: «Me encantaría vivir de vacaciones, no tener que volver al sufrimiento del trabajo diario y rutinario»; «Siempre estoy bien, qué se yo; mi vida es así, no pasa nada especial»; «El trabajo es lo único que tengo, no sé qué haría sin él». Pero lo sorprendente no son estas respuestas, que todos damos, sino lo que viene después: nada, no muevo un pelo, me quedo tranquilo y la vida sigue. ¡Cuántas veces hacemos esto! Me recuerda a la terrible historia de Frank y April Wheeler en Revolutionary Road, una película basada en la novela de Richard Yates.
Luigi Giussani decía que descubrimos quiénes somos realmente cuando nos ponemos en acción, no cuando estamos tranquilos. Si Frank y April hubieran seguido lo que el corazón les decía, si se hubieran puesto en camino para cumplir el deseo de ir a vivir a París, el lugar del mundo que parecía que cumpliría su ansia de felicidad, habrían dado un gran paso en conocer quiénes eran realmente. Habrían descubierto que el corazón volvía a palpitar, a estar otra vez insatisfecho. Lo que buscaban parecía estar en aquella ciudad, pero estoy seguro de que, una vez ahí, los perros habrían perdido el rastro otra vez. Y, si hubiesen seguido en acción, quizá luego habrían viajado a otro lugar en un nuevo intento; quizá Frank habría creído encontrar, al fin, la ocupación que colmaría su vida. Pero otra vez la pregunta al corazón, la pregunta de Leopardi que nos enseñó don Giussani:
Natura humana, ¿cómo, si polvo
y sombra eres, si eres frágil y vil,
tan alto sientes?
Y este sentimiento de insatisfacción es tan universal… Hoy escuchaba una canción de Spinetta, en la que el capitán Beto se pregunta «¿Dónde está el lugar al que todos llaman Cielo?». El capitán estaba a salvo de todos los peligros gracias a su anillo, pero este no lo podía proteger de la tristeza.
Cuando venía caminando del médico, me acordé de Chesterton y su ensayo Ortodoxia. Si le hubiéramos preguntado a este escritor inglés por qué creía en el cristianismo, habría podido empezar su argumento hablando de coches de alquiler o de nabos. No me imagino cómo, pero estoy seguro de que lo habría hecho de una forma convincente, como todo lo otro. Y ahí me di cuenta: podríamos arrancar hablando de las vacaciones, del trabajo o de un viaje anhelado para decir por qué es tan fascinante el cristianismo. Solo necesitamos encontrarnos con alguien que vaya al fondo de estas preguntas, alguien como Chesterton o Giussani, que nos muestre su alegría y el origen de ella: Cristo. Porque, como decía el padre Julián Carrón, «¿para qué sirve la fe si no es para vivir cien veces mejor?».